jueves, 6 de agosto de 2009

"El mar," de Agustí Villaronga

Sólo he visto un fragmento de El mar, película del director mallorquín Agustí Villaronga, pero la veré en otro momento: además, el cartel insinúa algo más que "otra historia de la guerra civil." Ayer, Periódico Diagonal publicó el reportaje de abajo, citando el libro reciente de Pilar Pedraza sobre Agustí Villaronga, alguien que según el estudio, sigue más o menos desconocido en el ámbito del cine español. Cuando salió la película en abril de 2000, El Mundo la llamó "un inquietante cóctel de sexo, sangre y misticismo" y citó un episodio en el Festival de Berlín en que le preguntaron a Villaronga por el uso de violencia en el filme. El director reaccionó de forma negativa, explicando que es algo que "tiene que estar, porque existe, y ya está." Es un detalle interesante para mí, porque recuerdo que dejé de ver la película por precisamente esa razón.

Es un debate interesante para otro momento, pero muchas veces, al ver pelis sobre la GCE y el franquismo, me he preguntado si son necesarias escenas de extrema brutalidad de la guerra y sus efectos -- ¿realmente nos ayudan a entender mejor lo que tuvieron que sufrir personas en la vida real, o a rechazar la violencia? O, ¿se puede ir demasiado lejos, hasta crear un espectáculo para los espectadores, explotando el tema? Mencioné hace poco aquí la película Libertarias, de Vicente Aranda, cuya conclusión es horrorífica. Me acuerdo de debatir el final con una amiga (española), que había opinado de forma distinta: me dijo que la violencia -- y en este caso, la violación y el asesinato -- era totalmente necesaria, porque así eran las cosas, y era mejor que lo supiéramos todos. No lo sé. Pienso en otra película, Te doy mis ojos de Iciar Bollaín; el tema es la violencia doméstica, pero en ningún momento vemos escenas de violencia física: todo se insinúa y eso crea un ambiente aún más tenso y estresante porque no sabemos cuando va a pasar la próxima bofetada o patada. Desde mi perspectiva, a veces, se puede contar mejor el trauma sin enseñarlo.

El artículo del Periódico Diagonal aparece abajo.
De: http://www.diagonalperiodico.net/Fuimos-ninos-de-la-guerra.html

"Fuimos niños de la guerra"

El mar, la película de Agustí Villaronga, es otra fábula incómoda de este director en la que ahonda en el tema del reencuentro.

EDUARDO NABAL
Martes 4 de agosto de 2009. Número 107

Decía Djuna Barnes de sí misma que era la escritora desconocida más famosa del mundo. Algo así podría decirse de Agustí Villaronga y su cine. Desde el malditismo de culto de su espeluznante Tras el cristal hasta su episodio de Aro Tobulkin, el realizador mallorquín ha tenido tantos seguidores fieles como silencios en la Historia con mayúsculas del cine español.

Pilar Pedraza acaba de dedicarle una monografía que viene a paliar, en parte, la injusticia histórica que la literatura sobre el cine español ha cometido contra uno de los realizadores de trayectoria más personal e intransferible de nuestro cine. Las películas de Villaronga, como parte del arte más sólido e impactante de las últimas décadas, están filmadas de espaldas al público. Es decir, es como si este director estuviera esculpiendo de forma obsesiva una y otra vez los mismos espacios y las mismas obsesiones y de vez en cuando –enteras o en fragmentos– vieran la luz pública causando alternativamente admiración, repulsa, desconcierto, pánico, interés o indiferencia.

Si Tras el cristal es “la película que John Waters no enseñaría a sus amigos”, tampoco El mar (2000) es una película que haya despertado demasiado entusiasmo más allá de ciertos círculos de la crítica especializada, los admiradores del realizador, la cinefilia gay y los incondicionales del cine fantástico porque Villaronga ha erigido otra fábula incómoda, sólo aparentemente más clásica en su trama y sus personajes, e igualmente radical en su resolución estética, que además pone en evidencia algunas las constantes de su cine: la sexualidad fuera de la norma, las heridas, la infancia, la violencia, la soledad y la muerte. El mar es una película menos lúgubre y opresiva que Tras el cristal, pero la construcción del relato, su mise en abisme la convierten en otra sombría e implacable bajada a los infiernos del cuerpo y la mente. Tras su brillante y estremecedor prólogo, asistimos a la historia de un reencuentro que desbarata las expectativas del melodrama psicológico al uso para construir otra pieza de cámara obsesiva, a la vez dolorosa y fascinante, sensual y turbadora, pasional y funeraria.

Villaronga ha hecho películas buenas (Tras el cristal, El mar), regulares (Pasajero clandestino, El niño de la luna) y flojas (99.9) pero nunca ha hecho un filme malo o inútil porque su personalidad fílmica es demasiado fuerte y su universo visual demasiado potente. Estuvo cerca del proyecto de Almodóvar y La mala educación (cuya atmósfera turbia, a ratos enfebrecida –teñida de sexo y religión– recuerda algunos pasajes de El mar) y ha intervenido como actor en pequeños cameos en algunas de las películas más apreciables del cine fantástico español reciente como El celo de A. Aloy o El habitante incierto de Guillem Morales.

El mar está basada en la novela homónima de Blair Bonet y los personajes son los más “enteros” de toda la filmografía de Villaronga, sus símbolos y referencias históricas son más claras -con la guerra civil española como terrible leit motiv– pero su puesta en escena desbarata la construcción novelista del relato y también nos incomoda al situar placer y displacer en los momentos más inesperados de la historia. Al contrario que en El niño de la luna o 99.9, el director reduce al máximo los elementos de cine fantástico o los alardes futuristas, de forma que su historia no se saldría de los cánones del relato de infancia y reencuentro, amor y muerte, si no fuera porque su puesta en escena quiebra de nuevo las líneas de la racionalidad dramática y rompe con lo que esperamos de los personajes y sus acciones.

El filme comienza con un prólogo brillante, desgarrador e implacable en el que se nos dan unas pinceladas violentas sobre la infancia de los protagonistas, sacudida y espiritualmente “rota” por el sangriento fin de la guerra civil española que ellos escenifican en una breve y a la vez terrible y bellísima secuencia . El recuerdo de una muerte violenta “un niño que mata salvajemente a otro y después se suicida” va a pesar de un modo obsesivo sobre el resto del filme y sobre esos personajes que quieren vivir hacia fuera y hacia adelante pero viven en el interior de recuerdos vergonzosos, sueños incumplidos, heridas sin cicatrizar y vanas esperanzas de libertad.

El mar no es una película redonda, los actores jóvenes se muestran algo titubeantes en sus difíciles papeles y hay ecos de la narrativa decimonónica que enturbian un tanto la pureza obsesiva y la deslumbrante oscuridad de sus imágenes, pero es, sin duda, uno de los ejemplos más sólidos del cine y del universo de un autor condenado a ser un mito entre los desconocidos. Hoy por hoy, Villaronga sigue siendo una figura errante en el panorama del cine español contemporáneo, un nadador contracorriente en un mar lleno de escollos, intereses espurios, pequeñas perlas y faros de papel.

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