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Miguel Hernández: un poeta de combate
Miguel Hernández cruza como un meteoro el firmamento lírico español y, en apenas diez años, pasa de autor de provincias de sabor virgiliano a escribir la mejor poesía revolucionaria de su tiempo. Se trata quizás del único gran poeta de nuestra literatura de origen genuinamente popular. Texto: Carles Barba
Escribe Pedro Salinas a Jorge Guillén a poco de conocer el fallecimiento de Miguel Hernández: “¿Por qué había de morir ese muchacho, noblote y generoso, en una cárcel, cruelmente ayudado a morir, por no decir asesinado, por sus prójimos?”. Seis años antes, en 1936, el propio Hernández expresaba en una elegía su estupor ante el asesinato de Federico García Lorca: “Tú, el más firme edificio, destruido, / tú, el gavilán más alto, desplomado, / tú, el más grande rugido, / callado, y más callado, y más callado”. Y un año antes, en 1935, en otra sentida elegía, Miguel lloraba la desaparición de su amigo de juventud, Ramón Sijé, con estos versos: “Quiero minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte”. Viene a cuento encadenar estas tres citas porque de un lado sitúan al alicantino como hermano menor de la célebre generación del 27 (en la cual buscó amparo y proyección) y, por otra parte, revelan la intuición de su propia trágica suerte, la de un destino (como el de Lorca y Sijé) truncado en lo más prometedor de su carrera. El signo desgraciado de su sino, en todo caso, no le arredraba, y con temple humilde y estoico había escrito: “Lo que haya de venir aquí lo espero, / cultivando el romero y la pobreza”.
Miguel Hernández nació en Orihuela a las seis de la mañana del domingo 30 de octubre de 1910 (dentro de unos meses se cumplirán, pues, cien años). Vino al mundo en un hogar modesto y labriego, y desde chico hubo de conducir el rebaño de cabras paterno y pasar muchas horas en el monte. Es cierto que pudo escolarizarse, primero en el Ave María que dependía de los jesuitas y luego, becado, en el colegio de Santo Domingo de la misma orden (donde había estudiado Gabriel Miró). Pero pronto su progenitor lo sacó del centro, y lo tomó como pastor, lo que desde luego se avenía mal con los deseos del muchacho. Afortunadamente, su despierta inteligencia y un prodigioso autodidactismo lo llevaron a leer cuanto caía en sus manos, lo mismo en los anaqueles del Círculo de Bellas Artes local que en la biblioteca privada que puso a su disposición don Luis Almarcha, canónigo de la catedral de Orihuela. Asimismo, en sus ratos de ocio, Hernández liga una serie de amistades con chavales de la localidad (los hermanos Gabriel y Ramón Sijé, los hermanos Fenoll) que fructificarán en distintas iniciativas poético-culturales, siempre dentro del marco conservador y clerical que se respiraba en la Orihuela de entonces. Más adelante, la creación por parte de estos jóvenes de la revista El Gallo Crisis facilitará al inquieto Miguel la publicación de poemas costumbristas y rurales, en los que canta a la vega del Segura y ensaya narraciones semilegendarias.
En 1931, harto de la servidumbre del pastoreo y frustrado por haberse librado de quintas, toma sus bártulos y va a probar fortuna en Madrid. Su llegada se produce a poco de proclamarse la Segunda República. Ernesto Giménez Caballero le saluda en La Gaceta Literaria como “Un nuevo poeta pastor” y en general el mundillo literario le juzga en términos de autor naif. Hernández no acaba de llevar bien su rusticidad y, en carta a Juan Ramón Jiménez, se rebaja así: “Inculto, tosco, sé que escribiendo poesía profano el divino arte”; y añade: “Mire: odio la pobreza en que he nacido, que no me deja expresarme bien ni claro”.
A los pocos meses vuelve al redil de Orihuela, decidido a adquirir una buena técnica, y para ello se pone a la sombra de Góngora, los ecos de cuyo centenario colean aún en el aire. El resultado es su primer poemario publicado, Perito en lunas, 42 octavas reales en las que se desquita de su tosquedad ensayando un lenguaje de poderosa imaginería metafórica. El hilo conductor es la luna como imagen de la vocación poética y, a través del astro, se exalta la pureza de la vida natural, y se loan objetos cotidianos como sandías, pozos, norias o palmeras. El libro, editado en Murcia en la colección Sudeste de Ediciones La Verdad, tiene una recepción más bien negativa, y la crítica lamenta principalmente sus excesos imitativos y una acusada voluntad de hermetismo. A su autor le duele en particular que Lorca (que le había prometido hablar de la obra) guarde silencio.
En marzo de 1934, el oriolano emprendió su segundo asalto a Madrid y esta vez no se volvió de vacío. Apareció con un auto sacramental bajo el brazo, Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, de influencia calderoniana, y José Bergamín se lo publicó en la prestigiosa revista Cruz y Raya. Rápidamente se crea un círculo de amigos, entre los que están Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, María Zambrano, Luis Cernuda, Pablo Neruda y su compañera Delia del Carril. Asimismo, José María de Cossío le toma de colaborador para la enciclopedia Los toros, que se edita en el sello Espasa Calpe. Miguel Hernández acepta enrolarse en las célebres Misiones Pedagógicas que llevan la cultura a los pueblos más olvidados.Y, last but not least, se lanza a una tórrida relación con la pintora surrealista Maruja Mallo, una mujer muy liberada entre cuyos amantes se cuentan ya Alberti y Emilio Aladrén (este último, amado también por Lorca). Por lo demás, Neruda imanta con su personalidad al joven levantino, lo va apartando de los presupuestos neocatólicos de su región y le abre las páginas de su revista Caballero Verde para la Poesía. En Orihuela, por cierto, Miguel se ha dejado a una novia andaluza, Josefina Manresa, modista e hija de un guardia civil, que más adelante correrá aciaga suerte. Hernández entretanto, en Madrid, sólo tiene ojos para Mallo, y es ella de hecho la que le inspira varios de los sonetos apasionados de su siguiente libro, El rayo que no cesa. Zanja sin embargo la relación después de que, en una salida campestre que ambos hicieron a San Fernando de Henares, la guardia civil le detuviese arbitrariamente y, una vez en el cuartel, le golpease del modo más salvaje. El incidente dará pie a un manifiesto de apoyo al atropellado, que firma la flor y nata de la intelectualidad de entonces.
El año 1935, un nuevo centenario, el de Lope de Vega, favorece que Hernández produzca una nueva pieza teatral, El labrador de más aire, una tragedia rural de amos y campesinos. Hay que decir que, con el teatro, el oriolano buscaba sobre todo conquistar un público y un reconocimiento amplio. En El labrador de más aire, quiso recrear los aires más vivos de la poesía popular española, sintonizando de paso con el legado lopesco.
El año se cierra para él con una noticia desgarradora: el fallecimiento repentino de su entrañable compañero de juventud, Ramón Sijé. Revista de Occidente le publica una elegía funeraria (junto a seis sonetos más) que inmediatamente provoca un encendido elogio de Juan Ramón Jimenez en El Sol: “Todos los amigos de la poesía pura deben leer y buscar estos poemas vivos”, avisa el de Moguer, y hace votos: “Que no se pierda en lo rolaco, lo católico y lo palúdico, esta voz, este acento, este aliento joven de España”.
En enero de 1936, Hernández da a las prensas el que es su poemario más popular, El rayo que no cesa, una colección de sonetos amorosos en los que explaya una aguda crisis existencial. “Me llamo barro aunque Miguel me llame” -proclama-. “Barro es mi profesión y mi destino / que mancha con su lengua cuanto lame”. Abundan las alusiones eróticas: “Exasperado llego hasta la cumbre / de tu pecho de isla, y lo rodeo / de un ambicioso mar y un pataleo / de exasperados pétalos de lumbre”. Y, aunque en un conocido ensayo José Ángel Valente haya dicho de El rayo… que es “un libro imitativo de los más tortuosos amaneramientos de la lírica amorosa barroca”, no hay duda de que Hernández da pruebas de estar encontrando por fin su verdadera voz.
Por las mismas fechas publica un poema clave que refleja la transformación ideológica experimentada en sus años madrileños. En Sonreídme apostata de su pasado oriolano y de la estrechez de su vida en provincias, y afirma: “Me libré de los templos: sonreídme, / donde me consumía con tristeza de lámpara / encerrado en el poco aire de los sagrarios. / Salté al monte de donde procedo, / a las viñas donde halla tanta hermana mi sangre, / a vuestra compañía de relativo barro”. Y rubrica este sentimiento de reencuentro con las esencias del pueblo afiliándose al Partido Comunista Español.
Versos contra Hitler
El estallido de la guerra civil en 1936 le abre definitivamente los ojos y radicaliza su compromiso con las clases más desfavorecidas. Lo dirá él mismo un año después: “El empujón definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma combativa me lo dieron los traidores, con su traición, aquel iluminado 18 de julio”. De momento, parece creer que la sublevación no llegará a mayores, pero el asesinato en Elda a manos de “los rojos” del padre de Josefina Manresa, el guardia civil Manuel Manresa, y el asesinato en Granada de García Lorca, le hacen comprender que se avecina un largo baño de sangre. Y, sin más preámbulos, se enrola en el 5º Regimiento capitaneado por Vittorio Vidali. No tarda en entrar en acción (con el cuerpo de zapadores, en el pueblo de Cubas) y, más tarde, en Pozuelo de Alarcón, contempla con sus propios ojos el alto precio de la contienda, un amontonamiento de cadáveres de milicianos. Su presencia reiterada en las trincheras de la sierra de Madrid no le impide volcarse en otras actividades prorrepublicanas. A través del Altavoz del frente, por ejemplo, ejerce de agitador y propagandista, y anima a los soldados a la lucha. Y, por otro lado, multiplica sus colaboraciones en prensa, en publicaciones como Frente Sur, Nuestra Bandera o La Voz del Combatiente. En julio de 1937 le tenemos participando en Valencia en el II Congreso Internacional de Intelectuales en Defensa de la Cultura, y en agosto viaja a Moscú para intervenir en el Quinto Festival de Teatro Soviético (a su paso por París graba en disco su célebre poema Canción del esposo soldado). Y, en medio de esta vorágine, encuentra tiempo para consolidar su relación con Josefina (con la que se casa en Orihuela en marzo de 1937) y para producir dos nuevos tomos poéticos, Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1938), que lo acreditan como el poeta más representativo de la revolución española. Mientras los veinticinco poemas de Viento del pueblo explotan en versos incendiarios que embisten contra Hitler y Mussolini, y enardecen al pueblo a defender sus derechos, en El hombre acecha se hace visible el desgaste de la guerra y su desolador balance de odios, cárceles y sangre derramada. El dolor por los efectos del conflicto bélico tendrá una duplicación en el propio ámbito privado del poeta: en efecto, Manuel Ramón, el hijo que le ha dado Josefina Manresa, muere a los diez meses, y en dos lacónicos versos, queda expresado todo el desgarro de esta separación: “La flor cumple un año / y lo cumple bajo tierra”.
Destinado a la 6ª División, Miguel Hernández se incorpora a los frentes de Levante y aprovecha una estancia en Valencia para supervisar la edición de El hombre acecha, que al final quedará incumplida. Las tropas franquistas están a punto de tomar la ciudad y el poeta regresa a Madrid, donde la situación es caótica y la derrota final de la República se masca en el aire. En plena desbandada de sus camaradas comunistas, Hernández “no fue tenido en cuenta por ninguno de ellos” (según afirma su biógrafo José Luis Ferris) y fue sencillamente “abandonado a su suerte”. Ian Gibson, que ha descrito muy bien la deriva final del alicantino en Cuatro poetas en guerra, no puede ser más gráfico en su comparación: “La imagen que se nos presenta de él es desoladora. Aparece como uno de los perros que tradicionalmente se abandonan cada verano en las carreteras españolas”.
Miguel se buscó la vida, pero sin acierto, dando palos de ciego. Después de solicitar asilo infructuosamente en la embajada chilena, el 9 de marzo de 1939 sale de Madrid, se planta en Valencia, baja hasta Cox (donde está domiciliada Josefina y el segundo hijo de ambos, Manuel Miguel) y de nuevo regresa a Madrid. Con la idea de pedir ayuda a Jorge Guillén, toma la disparatada decisión de desplazarse a Sevilla, un territorio auténticamente minado para un republicano como él. Por fin, resuelve cruzar hacia Portugal y, después de andar una semana mal comido y durmiendo al raso, en Rosal de la Frontera cae en manos de las autoridades franquistas y se lo encarcela. Tras un penoso peregrinaje por prisiones de Huelva y Sevilla, llega a Madrid y allí es ingresado en el penal de Torrijos. Las palizas recibidas lo han dejado muy maltrecho y las condiciones de hacinamiento del centro acaban por agostar su salud. Pero el 15 de septiembre, inesperadamente –por un error administrativo o por alguna influencia desconocida–, se le pone en libertad.
"Otro García Lorca, no"
Increíblemente, Miguel Hernández desatiende las presiones de amigos para que se exilie cuanto antes y se emperra en solicitar de nuevo asilo en la embajada chilena. Rechazado una vez más, comete otra imprudencia incomprensible, ir a Cox y Orihuela para ver a los suyos, creyendo que sus paisanos no pueden hacerle el menor daño. Craso error: denunciado por un viejo enemigo, es capturado y encerrado durante sesenta días en los sótanos de la prisión de San Miguel, antaño el antiguo seminario de Orihuela. Ferris nos da un dato muy sintomático: el canónigo Luis Almarcha, que vivía a escasos metros de la prisión, no hizo nada para socorrerle o aliviarle. “¿Qué hubo de tanta caridad cristiana?”, se pregunta Ferris. Otro dato aún más escalofriante, facilitado por Ian Gibson: el padre de Miguel no irá a verlo ni una vez durante los dos meses de encierro. Y a Josefina apenas se la deja cursar más que una sola visita.
Pero aún falta por llegar lo peor. A principios de 1940, Miguel Hernández es trasladado a la prisión de la plaza de Conde de Toreno de Madrid, y una vez allí se le notifica una condena a muerte. Su protector, José María de Cossío, se moviliza y, al parecer –a través de los escritores falangistas Rafael Sánchez Mazas y José Maria Alfaro–, el asunto llega al ministro del Ejército, general Varela, que a su vez se lo habría comentado al mismísimo Franco. Según Ian Gibson, “el Caudillo, tras escucharle, dijo más o menos: ‘Otro García Lorca, no’”, y en junio de 1940 la pena de muerte le era conmutada por otra de treinta años y un día.
En cualquier caso, su suerte estaba ya echada desde el momento en que empezó a ir de prisión en prisión, a cuál más húmeda y hedionda. No olvidemos que en la de Conde de Toreno vivió durante seis meses con el temor diario de que al alba le pudiesen ejecutar. De allí fue trasladado a un penal de Palencia (donde pasó un frío horroroso), y más tarde al Reformatorio de Adultos de Ocaña, donde las condiciones eran también muy duras. A Ocaña le van a ver un día José María de Cossío y Dionisio Ridruejo, con la intención de obtener de él una retractación que le valiese el indulto. Pero el poeta se mantiene en sus trece, fiel al ideario por el que peleó en las trincheras y en la tribuna pública. El resultado de su inflexibilidad es que contrae la tuberculosis. Se consigue que se le traslade al Reformatorio de Alicante, para que pueda estar más a tiro de su mujer e hijo, pero el agravamiento de su salud aconseja llevarle al sanatorio de Porta-Coeli de Valencia, a donde de hecho no llega a entrar porque está ya en situación de incurable. Tras una dramática visita de su mujer, que acudió a verle sin el hijo –“Te lo tenías que haber traído, te lo tenías que haber traído”, le dijo él con lágrimas corriéndole por las mejillas–, al día siguiente, 28 de marzo de 1942, Miguel fallece finalmente, “cubierto todo el cuerpo de pus” (Gibson). Detalle macabro que refleja bien la época: tras depositarse el ataud en el camposanto de Alicante, su mujer no pudo quedarse a velarle, porque de noche en aquel mismo lugar llevaban presos a fusilar.
El período carcelario no esterilizó por cierto la inspiración poética de Hernández; al contrario, la afinó. Desde 1939, y por lo menos hasta finales de 1941, el recluso se las apañó para ir componiendo poemas, escritos en ocasiones en trozos de papel higiénico, que conformarán luego su libro póstumo Cancionero y romances de ausencias.
Libre ahora de influencias ajenas, el poeta-pastor, el poeta-soldado, se troca en poeta-doliente, que llora a su hijo muerto, a su pueblo vencido y a su propia libertad usurpada. Utilizando a menudo un metro corto y una dicción sobria, Miguel se desprende de la ganga gongorina y dice sus versos con un diapasón que suena por fin inconfundiblemente personal: “Vengo de dar a un tierno sol una puñalada, / de enterrar un pedazo de pan en el olvido, / de echar sobre unos ojos un puñado de nada”.
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