sábado, 24 de octubre de 2009

Para los que hablan de abrir o reabrir heridas

Emma Riverola, autora de la novela Cartas desde la ausencia (comentada aquí en enero 2009) tiene un blog llamado Álter Egos Alterados, en que adopta diferentes "yoes" para narrar una breve escena o reflexión. Por ejemplo, hay la voz de una niña cuya madre está siendo maltratada por su pareja. Hay la voz de una chica cuyo ex-novio dice que va a colgar en internet unas fotos escandalosas de ella. Incluso hay un párrafo en la voz de Bo, el perro de Obama, que me ha dado mucha risa. Como lectora, tengo la sensación de oír de los que normalmente no se sabría nada. Por eso quería mencionar especialmente el post de hoy, en que Riverola narra usando la voz de un fusilado que ha tenido que excavar su propia tumba. Sin más comentarios, para no estorbar la lectura....
Soy el muerto sin lápida. El difunto que cavó su propia tumba una madrugada callada, a las afueras del pueblo. La tierra no quería cuartearse, como si temiera que el frío cruel del invierno acabara por matarle las entrañas. Me ardían las manos por el esfuerzo y el tacto glacial de la pala, pero sabía que no debía preocuparme por las llagas. Mucho antes de que aparecieran las ampollas, moriría. La inmediatez de mi fin me volvió loco. Nadie puede aceptar la muerte a los 19 años, cuando el cuerpo escupe vida. Cuando todo parece posible y la nada ni siquiera existe en tu vocabulario. Que nadie se lleve a engaño, no morí como un héroe, recibí la ráfaga de balas entre lágrimas y alaridos de terror. Hubiera matado por vivir, hubiera mentido, robado o traicionado por escapar de aquellos fusiles. Yo no era nadie. No era nada. ¿Por qué me asesinaban? ¿Por qué nadie paraba aquello? No podía aceptar el terror de la realidad. Me fusilaron y con el último estertor sentí que los esfínteres se aflojaban añadiendo una última humillación a mi vida. Nadie lavó mi cuerpo después. Nadie vertió una lágrima sobre mi cadáver, ni una caricia de despedida, ni una palabra de amor. Me fui y lo último que vieron mis ojos fueron las caras del odio y la burla. Morí y fui enterrado en el agujero que entre cuatro desgraciados habíamos abierto. Los cuatro juntos para toda la eternidad. Dos viejos y dos jóvenes. Algunos amigos, otros apenas conocidos.

La templanza de la vida escapaba de nuestro cuerpo con cada paletada de tierra gélida. Y ahí nos quedamos, empujados por el odio, los celos y el sinsentido en este rincón anónimo de la memoria.

Yo ya no estoy ahí, ni viven los que me asesinaron, ni los que me lloraron detrás de las puertas y ventanas cerradas. Pero si algún día tengo una lápida con mi nombre, ruego que alguien deposite una flor blanca sobre ella. La flor que mi madre nunca supo a dónde llevar.

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