domingo, 31 de mayo de 2009

La ciudad de arena, novela de Pedro Corral

Pedro Corral, periodista nacido en San Sebastián, ha publicado su primera novela, La ciudad de arena (El Aleph). De la sinopsis en Lecturalia: "Ambientada en el Madrid de los últimos días de la Guerra Civil (1939), esta novela narra la historia de un grupo de militares de uno y otro bando, a uno y otro lado del Manzanares, línea divisoria de la batalla por la conquista de Madrid. Azaña ha dimitido. Las tropas de Franco ya están a punto de vencer. Los de la república están a punto de pactar, existen luchas internas en el bando de los republicanos. Los soldados del bando franquista y los republicanos se hallan tan cerca unos de los otros, que pueden incluso intercambiar conversaciones."

Antes de escribir la novela, Corral publicó dos libros de ensayos sobre la guerra, Si me quieres escribir (2004) y Desertores. La guerra civil que nadie quiere contar (2006). En una entrevista hoy en el diario Público, el autor explica, con respecto a La ciudad de arena: "Tenemos miedo a ver la guerra real. La realidad es que los personajes entregados e idealistas no fueron los predominantes. En lo último en lo que pensaban los combatientes era en Franco o en Azaña." Los protagonistas principales de La ciudad de arena son Isabel Mercadel, interés sentimental de dos militares; Tomás Broto, teniente coronel franquista; Luis Masip, capitán republicano; y Francisco Mercadel, hermano de Isabel, y comunista.

Este es un fragmento, encontrado en el blog literario El boomeran(g):

CAPÍTULO XII
Mateo Linares y sus compañeros de sección estaban sentados en el ramal de la carretera de Extremadura que conducía a las trincheras del lago, por donde acababan de marchar hacia retaguardia los facciosos que habían capturado en la Casa de los Pozos. De pronto, oyeron varios estampidos, como truenos metálicos. Al instante se precipitó desde el cielo un sinfín de silbidos ensordecedores que terminaron estallando en el pinar, a unos centenares de metros de donde se encontraban. La tierra vibró bajo sus pies, sacudida por los puñetazos de un gigante, mientras un oleaje abrasador, mezcla de polvo amarillento y humo plateado, batió contra sus posiciones.

Mateo arrojó el fusil lo más lejos que pudo, como si temiera que su arma pudiera atraer uno de aquellos proyectiles, y se arrojó de bruces sobre el suelo del ramal, con la cabeza entre los brazos y las manos cruzadas sobre el casco. Todos los hombres de su sección se echaron también a tierra, menos el desertor Rueda, que permaneció en cuclillas en medio del ramal, con los ojos muy abiertos.

Así pasaron varios minutos, mientras las paredes del ramal se deshacían como un mantecado por las explosiones, y los terrones desprendidos caían sobre sus espaldas. Con la respiración jadeante, violenta, Mateo acabó tragando grumos de tierra mientras gritaba fuera de sí con la cara hundida en el suelo, bajo el estruendo de aquella tormenta de fuego y metralla.

Los cañonazos cesaron tan bruscamente como habían empezado. Mateo levantó la cabeza, escupió la tierra apelmazada por su propia saliva y vio que el desertor Rueda venía hacia él como sonámbulo, con el pantalón mojado en la entrepierna. Cuando llegó hasta él, el desertor Rueda le tendió la mano y le ayudó a levantarse sin decir una palabra. Después le ayudó a sacudirse la tierra y el polvo de la guerrera. Iba a darle las gracias a Rueda cuando alguien le dio un empujón violento en la espalda y le hizo caer de nuevo al suelo.

Al principio, creyó que le había empujado el propio desertor Rueda, pero luego vio sobre él la cara vociferante del cabo Fraguas, rociándole con perdigonadas de saliva dura. Pero oía gritar al cabo como en sueños, ya que sus palabras le llegaban acolchadas por el zumbido con el que los disparos de la artillería facciosa le habían enhebrado los oídos.

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