Félix Monteira, director de Público
5 de junio de 2009
Todas las fuentes que conocen los entresijos de la más alta instancia judicial española coinciden esta vez en un mismo vaticinio: la Sala de lo Penal del Supremo le va a sentar la mano a Garzón. Si así va a ser, tendrán razón los que sospechan que a veces se hacen esbozos de sentencia antes de saber si hay bases para convocar juicio oral por presunta prevaricación.
No es el destino del juez, que tendrá recursos para su defensa y cuenta a su favor con el precedente de que la Junta de Sala de la Audiencia Nacional no apreció delito, lo relevante de este caso, sino la circunstancia de que el Supremo aprovecha este viaje para arremeter de paso contra la Ley de la Memoria Histórica. Y lo hace admitiendo una querella del sindicato franquista Manos Limpias, al que este mismo tribunal en su día rechazó otro recurso por acusación infundada.
La pobre Ley de la Memoria es un piadoso pero inútil intento de permitir que muchos humillados puedan recuperar el nombre de sus antepasados que fueron injustamente fusilados. El Supremo está obligado a respetar las leyes, aunque sabe de sobra que esta norma que tanto parece molestarle es simple papel mojado. No cumple ninguna de las tres pautas que marca la jurisprudencia internacional: ni permite conocer la verdad, ni posibilita restablecer la justicia, ni ofrece reparación. Tampoco facilita medios ni permisos para buscar a los desaparecidos.
Acaso no es tarea del Supremo, pero sí del Poder Judicial, impedir que haya jueces que nunca encuentren tiempo de levantar acta de unos huesos desenterrados que permanecen al sol como si hubieran pertenecido a perros. ¿Más de 70 años después todavía es posible añadir tanta crueldad al dolor de unos familiares que sólo quieren que los restos de los suyos descansen de una vez en una tumba normal? Esa ley, que los jueces están obligados a cumplir, es ya letra muerta.
En la provincia de León, en el alto de Ocero, en un lugar conocido como “La V” por la intersección que dibujan dos carreteras, hay un frondoso pinar de troncos republicanos. Diseminados en ese bosque yacen más de cien paseados, gente fusilada sin juicio, que tuvo que cavar su propia tumba antes de recibir la descarga de unos desalmados que, en muchos casos, se beneficiaron de los bienes de los muertos. Era un reclamo para activar las denuncias que alimentaron la barbarie. Cuando hace años se amplió la calzada, en el destierre aparecieron restos, pero nadie dijo nada para no parar las obras. Lo urgente era el progreso.
Una viuda que ya es bisabuela costeó con sus ahorros un proceso, buscó testigos, pagó edictos publicados en el BOE y en periódicos sólo para conseguir que su padre pasara de desaparecido a la condición de muerto. Como no hay dinero ni permisos para excavar en terrenos privados, esta señora se tuvo que conformar con un bloque de granito y una placa en la que figura grabado el nombre de su progenitor. Sembró flores en torno a este túmulo figurado y muchas de las veces en las que acude a honrar la memoria de aquel minero las encuentra pisoteadas. Pero esta es una historia triste y humilde que jamás debe enturbiar el afán de justicia del Supremo.
Sin embargo, el Alto Tribunal, a la hora de arremeter contra la ley, aunque el interés primario pueda ser Garzón, no ha dudado ni un instante en elegir como ponente a un juez contaminado, Adolfo Prego. Este magistrado firmó un manifiesto que es un delirio revisionista contra la ley y a favor de la sanguinaria dictadura de Franco, la única en el mundo que se ha ido sin pagar responsabilidad alguna.
Pero los jueces, piensen lo que quieran, no pueden pronunciarse contra las leyes aprobadas por la soberanía que da el pueblo al Congreso, porque su deber es aplicarlas y para ese fin los contribuyentes les pagan. Que está contaminado Prego lo sabe un alumno de primero de Derecho, pero el Supremo aún no se ha enterado.
En las comidillas de Madrid, un destacado miembro del Poder Judicial está dando por sentado ante grupos de periodistas que el supuesto cohecho de Camps quedará archivado antes del próximo 15 de julio. Lástima que la lentitud histórica del Tribunal Supremo no nos permita a la vez ir de vacaciones con más cuentas saldadas y, desde luego, sin memoria.
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