18.9.09
En: El Plural
Retazos
El Valle de los horrores
Coral Bravo
Durante los veranos de mi infancia solía pasar algunas semanas de vacaciones en un pueblo de la sierra de Segovia. Uno de los recuerdos imborrables que tengo de aquellos veranos es aquel trayecto en coche jalonado por la visión de una inmensa cruz que se divisaba perfectamente desde la ventanilla durante muchos kilómetros; una gigantesca cruz de piedra que parecía presidir el mundo, y que no se alejaba de la vista hasta que no se cruzaba el túnel bajo la montaña.
Ignoraba entonces el significado real de esa cruz, y, aunque me llegó a resultar familiar porque formaba parte de ese viaje anual, siempre me causó cierto temor y recelo, que entonces no sabía entender, y menos explicar. Sabía que era un símbolo, y el lenguaje de lo simbólico penetra en la mente sin argumentos ni señas de identidad; y sabía que tenía que ver con lo religioso porque ese mismo símbolo formaba, en aquellos años, parte ineludible de la vida de todos.
Tiempo después entendí muy bien el significado de esa cruz que se erige como un tótem nacional-católico, simbolizando el triunfo de la alianza entre el régimen franquista y la Iglesia católica frente a las fuerzas políticas y sociales que defendieron la República, los derechos ciudadanos y las libertades. El Valle de los Caídos era el mausoleo de un dictador narcisista que pretendió inmortalizar su tiranía con un símbolo siniestro que le trascendiera.
Y digo siniestro porque tiempo después me enteré de que ese tótem se había construido con el trabajo forzoso de muchos cientos de presos antifranquistas. Y me enteré de que allí yacen miles de republicanos, bajo la tumba de su asesino.
Tras treinta años de democracia, el símbolo más macabro del genocidio franquista continúa siendo un referente fascista, y continúa honrando la memoria de un dictador y la memoria de la alianza de Franco con la Iglesia, en un anacronismo antidemocrático intolerable; como debiera ser intolerable que, subvencionado con dinero público, ese símbolo del horror siga siendo el "altar" donde se celebran misas conmemorativas por los que siguen exaltando la figura del tirano.
La ley de Memoria obliga a retirar los símbolos franquistas a cualquier institución (incluída la Iglesia) que pretenda mantener las subvenciones estatales. Es por eso que este año será, con toda probabilidad, el primer año en el que no se hará la conmemoración fascista del 20-N en la necrópolis de El Escorial. Porque, para algunos, el dinero es el dinero, por encima, incluso, de la nostalgia de la dictadura.
Tras el Valle de los Caídos, que es realmente un “valle de los horrores”, se vislumbra la megalomanía, la oligofrenia mental, el simplismo ideológico, y el estúpido servilismo religioso de un dictador que no dudó en masacrar a media España en pos de una cruzada medieval, de unas ideas crueles, integristas y deformadas por una visión dogmática, beata e irreal de la España que decía amar, pero que, junto a sus aliados y mentores, no dudó en someter y destrozar.
José María Calleja, en su libro “El Valle de los caídos” dice que “ (...) este parque temático del franquismo debería dejar de ser el certificado del triunfo del dictador, y pasar a convertirse en un lugar que sirva para explicar la perversión de la dictadura, de Franco y de su régimen aniquilador”. Y, efectivamente, tras treinta y cuatro años de domocracia, las nuevas generaciones de españoles se merecen conocer con objetividad el significado profundo y real de ese mausoleo esperpéntico que debiera dejar de ser un oratorio fascista para transformarse, como han hecho los alemanes con el campo de concentración de Auschwitz, en una muestra del horror, y en una cicatriz más, ojalá que ya cerrada, de la historia.
Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica
No hay comentarios:
Publicar un comentario